martes, 28 de octubre de 2014

Desautomatización de la mirada

Miedo a empaparnos


¿Por qué nos empecinamos en cubrirnos cuando llueve? ¿Por qué expandimos ese paraguas de reproches y de protesta?
Nos acostumbramos a estar secos, a abandonar la poesía que añora la lluvia. Nos acostumbramos a la comodidad de ser un vaso liviano y vacío, nos acostumbraron a  no despeinarnos, a una limpieza que nos aprisiona y nos obsesiona, a conservar los mismos colores.
Nos acostumbraron a que lo bueno y lo placentero siempre tenga que ser pagado, sembrando nuestra incapacidad de apreciar ese fenómeno gratuito.
Mientras más furiosa se torna la lluvia, más nos incomoda. Nos amontona bajo un triste techo irracional, que uno no entiende su existencia pero que está ahí, concibiéndose trinchera en la guerra entre la naturaleza y el hombre, éste último indefenso, herido narcisisticamente, débil ante un poder que siente que lo aprisiona bajo un techo.
La lluvia, aunque inocente e inofensiva, conlleva a embotellamientos viales que siguen trastocando la dignidad humana. Las bocinas, ese llanto desesperado del hombre, esa violencia auditiva, intentan evadir el sonido del agua celestial chocando contra el suelo. El smoke que emerge, como un contraataque contra esa naturaleza, ese olor espantoso que corrompe el perfume de la tierra que se mezcla divinamente con la lluvia.

Entonces el hombre, que, aunque no lo sabe conscientemente, ahora se odia a sí mismo, se siente aprehendido entre la lluvia y el tiempo. La inmediatez deshumanizante y la lluvia que lo tiene encapsulado en ese techo o en ese embotellamiento, lo mantiene trémulo y reprimido, lo hace gris, olvidando los colores, olvidando el mundo, incapaz de reconocer la combinación para lograr el perfume perfecto, de oír la melodía de lluvia. Y se olvida de si mismo al no respirar lo que la naturaleza embellece y el hombre mismo no deja de corromper.