Miedo a empaparnos
¿Por qué nos empecinamos en cubrirnos cuando
llueve? ¿Por qué expandimos ese paraguas de reproches y de protesta?
Nos acostumbramos a estar secos, a abandonar la
poesía que añora la lluvia. Nos acostumbramos a la comodidad de ser un vaso
liviano y vacío, nos acostumbraron a no
despeinarnos, a una limpieza que nos aprisiona y nos obsesiona, a conservar los
mismos colores.
Nos acostumbraron a que lo bueno y lo placentero
siempre tenga que ser pagado, sembrando nuestra incapacidad de apreciar ese
fenómeno gratuito.
Mientras más furiosa se torna la lluvia, más
nos incomoda. Nos amontona bajo un triste techo irracional, que uno no entiende
su existencia pero que está ahí, concibiéndose trinchera en la guerra entre la
naturaleza y el hombre, éste último indefenso, herido narcisisticamente, débil
ante un poder que siente que lo aprisiona bajo un techo.
La lluvia, aunque inocente e inofensiva,
conlleva a embotellamientos viales que siguen trastocando la dignidad humana.
Las bocinas, ese llanto desesperado del hombre, esa violencia auditiva, intentan
evadir el sonido del agua celestial chocando contra el suelo. El smoke que
emerge, como un contraataque contra esa naturaleza, ese olor espantoso que
corrompe el perfume de la tierra que se mezcla divinamente con la lluvia.
Entonces el hombre, que, aunque no lo sabe
conscientemente, ahora se odia a sí mismo, se siente aprehendido entre la
lluvia y el tiempo. La inmediatez deshumanizante y la lluvia que lo tiene
encapsulado en ese techo o en ese embotellamiento, lo mantiene trémulo y reprimido, lo hace gris, olvidando los
colores, olvidando el mundo, incapaz de reconocer la combinación para lograr el
perfume perfecto, de oír la melodía de lluvia. Y se olvida de si mismo al no
respirar lo que la naturaleza embellece y el hombre mismo no deja de corromper.
No hay comentarios:
Publicar un comentario